Colérico e inflexible, el ex presidente Néstor Kirchner construyó una fama de estratega de la política oficialista temida tanto por sus colaboradores más cercanos como por los dirigentes de la oposición.
El poder del líder santacruceño no admitía cuestionamiento alguno. Los que no estaban de acuerdo con él pasaban automáticamente al bando de los enemigos. Y para la disidencia sólo había maltrato: radicalizado en su discurso, no concebía la posibilidad de elaborar un consenso pluralista con el concurso de todas las fuerzas políticas. Kirchner no negociaba, imponía.
El reparto discrecional de los fondos públicos fue su herramienta para disciplinar a los rebeldes. El método funcionó especialmente bien con los gobernadores y los intendentes. Kirchner manejaba la caja a su antojo: ponía y sacaba candidatos, castigaba a los díscolos y se aseguraba de que ninguna decisión institucional de peso se tomase sin su conocimiento y bendición.
Pese a que asumió con el "¡que se vayan todos!" aún candente, nunca se animó a profundizar la reforma política que había prometido. No pudo o no supo ir más allá de la purga de la Corte Suprema menemista y del fortalecimiento de la autoridad presidencial. Las necesidades -y exigencias- del aparato territorial que creó devoraron sus mejores intenciones.
En momentos de zozobra, Kirchner parecía capaz de desafiar la misma democracia. Jamás aceptó una derrota (ni contra el campo a propósito de la controvertida Resolución 125, ni en los comicios de 2009, cuando la oposición le arrebató el poder en el Congreso). Atacó con una retórica violenta a la prensa, a las corporaciones económicas y hasta al Poder Judicial. Llegó a defender lo indefendible, como la decisión de expulsar al procurador santacruceño Eduardo Sosa. Esa tozudez que imponía respeto y generó tanta admiración entre sus subordinados sedientos de un líder irrefrenable, también privó al ex mandatario del contacto productivo con las voces críticas.
Él no daba las explicaciones, las recibía. Por eso se opuso a que investigaran su patrimonio, que había crecido astronómicamente durante las casi tres décadas que dedicó a la función pública. Aquella posición reñida con la ética le impidió ser el modelo de transparencia que reclama el país.
El poder del líder santacruceño no admitía cuestionamiento alguno. Los que no estaban de acuerdo con él pasaban automáticamente al bando de los enemigos. Y para la disidencia sólo había maltrato: radicalizado en su discurso, no concebía la posibilidad de elaborar un consenso pluralista con el concurso de todas las fuerzas políticas. Kirchner no negociaba, imponía.
El reparto discrecional de los fondos públicos fue su herramienta para disciplinar a los rebeldes. El método funcionó especialmente bien con los gobernadores y los intendentes. Kirchner manejaba la caja a su antojo: ponía y sacaba candidatos, castigaba a los díscolos y se aseguraba de que ninguna decisión institucional de peso se tomase sin su conocimiento y bendición.
Pese a que asumió con el "¡que se vayan todos!" aún candente, nunca se animó a profundizar la reforma política que había prometido. No pudo o no supo ir más allá de la purga de la Corte Suprema menemista y del fortalecimiento de la autoridad presidencial. Las necesidades -y exigencias- del aparato territorial que creó devoraron sus mejores intenciones.
En momentos de zozobra, Kirchner parecía capaz de desafiar la misma democracia. Jamás aceptó una derrota (ni contra el campo a propósito de la controvertida Resolución 125, ni en los comicios de 2009, cuando la oposición le arrebató el poder en el Congreso). Atacó con una retórica violenta a la prensa, a las corporaciones económicas y hasta al Poder Judicial. Llegó a defender lo indefendible, como la decisión de expulsar al procurador santacruceño Eduardo Sosa. Esa tozudez que imponía respeto y generó tanta admiración entre sus subordinados sedientos de un líder irrefrenable, también privó al ex mandatario del contacto productivo con las voces críticas.
Él no daba las explicaciones, las recibía. Por eso se opuso a que investigaran su patrimonio, que había crecido astronómicamente durante las casi tres décadas que dedicó a la función pública. Aquella posición reñida con la ética le impidió ser el modelo de transparencia que reclama el país.